"Ah, pero qué bonito, dice una de las muchachas, montada junto a su amiga sobre una escalera de dos niveles en el cementerio San Pedro de Medellín. “Hermoso quedó”, le contesta la otra, que tiene los dedos envueltos en cinta y no sabe qué poner primero, si las serpentinas adornando la fecha sobre la lápida o si pegar un globo que dice “te amo”, firmado con muchos nombres.
Afuera, en ese reducto fúnebre que es la carrera 51 y la calle 68 de la ciudad, sobreviven, como vitrinas de museo llenas de placas, adornos y flores, las marmolerías que rodean al cementerio más antiguo de Medellín. Pero ya son pocas las lápidas de mármol exhibidas, talladas con minucia al son del cincel y martillo.
Las protagonistas son las fotolápidas, con el rostro del ser querido estampado sobre la piedra y adornadas con los cachivaches que el difunto amó en vida. Por eso a la fotografía, a esa cara ausente, la acompañan los adhesivos de motocicletas, los escudos futboleros, las mascotas, los paisajes de cascadas y castillos de arena, las imágenes de la Virgen de Guadalupe o del santo de devoción.
Y así, de a poco, en Medellín son cada vez más ingeniosos para despedir a quienes se han ido. El historiador y coordinador académico del San Pedro, Juan Diego Torres Urrego, enfatiza en que la transformación del rito fúnebre parte de la eterna pregunta por el alma. El ornato en la tumba varía de acuerdo a qué cree cada persona que hay más allá cuando se muere".
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