"A la señora Selma Koch, que en paz descanse, se la recuerda por la licencia que tenía para mirar los pechos de las mujeres. Días después de su muerte, The New York Times le dedicó un obituario. Su primer párrafo decía: "Selma Koch, la dueña de una tienda de lencería en Manhattan, que ganó reputación nacional por ayudar a las mujeres a encontrar la talla correcta de brassier, la mayoría de las veces por un vistazo y nunca con una cinta métrica, murió el jueves en el Centro Médico Mount Sinai. Tenía noventa y cinco años, y era 34B".
Los obituarios, un gran invento anglosajón, pueden hacernos sonreír ante la muerte. Son un higiénico ejercicio de memoria colectiva y una elegante posibilidad de juicio popular. Cuando Yasser Arafat murió, The Times de Londres, cuyos especialistas en necrologías escriben desde el anonimato, dijo en la primera línea: "Un incansable político, administrador, y, en opinión de algunos, un exhibicionista y oportunista". De Juan Pablo II escribieron: "Fue, se decía, un progresista social pero un reaccionario eclesiástico". De la Madre Teresa de Calcuta: "Por su compasión, humildad, y también, hay que decirlo, su ojo perspicaz para la publicidad, provocó la inquietud pública para el indigente". De Lady Di: "No era una buena pasadora de exámenes ni una lectora notable, pero poseía una forma franca y astuta del sentido común".
Nada más ajeno de un espíritu hagiográfico. La muerte, una certeza indiscutible, es tal vez el único acontecimiento redundante y natural que siempre nos sorprende. El obituario, al exigir el examen crítico de una vida en una sola página, es el género más intenso y concentrado de la autoayuda".
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