miércoles, 6 de mayo de 2009

Refelexión acerca de la epidemia gripal



Escribo estas líneas finales sobre la historia de los cementerios extramuros en la ciudad de México, mientras las sirenas de las ambulancias ululan en medio de la noche. La megalópolis de veinte millones de personas se ha paralizado casi totalmente. Una rara epidemia de influenza porcina se ha abatido sobre una de las conglomeraciones urbanas más grandes y densas del mundo. Los vientos de la muerte recorren sus calles mientras sus habitantes se sorprenden, quizá por vez primera, de la fragilidad de la vida humana.

Las sonrisas han desaparecido tras los cubre-bocas azules, pero no ocultan los ojos, los cuales dejan ver una azorada mirada de temor colectivo. El peatón se cambia de acera para no cruzarse con el que viene en sentido contrario. El vecino que estornuda se convierte en sospechoso. La vida cotidiana, aquella cuya velocidad no permitía a la sociedad contemporánea pensar en la muerte, dejó de existir. Los cines cerraron, ya no hay el escape ilusorio; los museos cerraron, el pasado ya no está presente; los bares y restaurantes cerraron, los mariachis ya no se escuchan; los estadios cerraron, Pumas y Chivas ya no son noticia; las iglesias cerraron, la gente busca a Dios en las viejas oraciones. Sólo los hospitales, los tanatorios y los cementerios tienen público en estos días. El Cristo de Salud, imagen del siglo XVII la cual no salía en procesión desde la peste de cólera de 1850, inicia su procesión en el Zócalo, en un país donde por ley no puede haber actos religiosos en los espacios públicos. Nadie critica el tránsito público del crucificado, el miedo puede más que las leyes. La prensa inserta artículos que hablan de la muerte, ya no de la muerte ajena, de la muerte casual, sino de la muerte propia. Las medidas higienistas de prevención, al igual que los rezos de los sacerdotes llegan a través de la televisión.

Veinte millones de personas, repentinamente, piensan en la muerte. Nos hacemos preguntas que nunca nos habían venido a la mente, ¿Sera que el seguro de vida también cubre los costos de la muerte? Como decía Epicuro en su carta a Meneceo: “Nada temible, en efecto, hay en el vivir para quien ha comprendido que nada terrible hay en el no vivir”.

Ciudad de México. Abril del 2009.
Ciro Caraballo Perichi

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