"Es martes 31 de marzo. La epidemia no ha alcanzado todavía su pico y nos seguimos muriendo. A las 11 de la mañana un coche fúnebre se para a las puertas de la capilla del cementerio de La Almudena, Madrid. Lleva dentro un féretro con el cuerpo de una mujer fallecida por coronavirus. Ha empezado la primavera, pero hoy es uno de los peores días del año. Por la noche ha nevado. Hace mucho frío. El cielo es una capota gris. La lluvia cae gorda y helada. El diácono Santiago Pérez sale a la puerta de la capilla vestido con una túnica blanca, una estola morada de cuaresma cruzándole el pecho y una mascarilla de raso que le hizo una modista de su parroquia.
–Querida familia. Queridos amigos. Un adiós, un hasta siempre, un hasta el cielo.
El cura comienza el oficio. Delante de él están el conductor del vehículo y tres familiares de la difunta, el límite de asistentes a los entierros de víctimas de la Covid-19 impuesto por el Gobierno. Tampoco está permitido celebrar las exequias en el interior. Por eso Santiago Pérez ha sacado afuera una mesilla sobre la que ha colocado la cruz de Cristo y un cirio encendido. Pero lo más extraño, lo que muestra de forma más dura que esta tragedia está partiendo en dos nuestras estructuras simbólicas, es que ni siquiera se puede abrir la puerta del coche para que el diácono eche el agua bendita sobre el ataúd. En su lugar, se acerca con el isopo al vehículo y salpica tres tristes gotas sobre la amplia luna del maletero".
Los invitamos a continuar leyendo esta impactante nota publicada por Pablo del Llano en el la edición semanal del diario El País (edición semanal), a través del siguiente link:
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